Con todo lo que la idea del viaje en el tiempo nos halaga, es una idea relativamente moderna. Múltiples avances tecnológicos y cambios sociales ocurrieron antes de que la ficción se atreviera a soñar con la posibilidad de estos viajes imposibles. Más precisamente, debemos esperar hasta  1895, año en que Herbert George Wells  inaugura el género con “La máquina del tiempo”.  Wells mantuvo las cosas simples: no insertó paradojas temporales, que constituyen la armazón de tanta ciencia ficción de los últimos cien años. El siglo XX (que empezó con Einstein diciendo –deduciendo- que el tiempo es relativo) nos traería los protagonistas duplicados, y los presentes alterados por las acciones de los viajeros en el pasado (El ruido de un trueno de Bradbury), entre otras espeluznantes derivaciones.

Una dinámica muy trillada -aunque no menos efectiva-  lleva al protagonista a encontrarse con grandes personajes de la historia. Sin embargo, este artilugio ya lo había intentado Alighieri en su Divina Comedia, cuando Dante es conducido por Virgilio a través de los círculos del infierno y por el purgatorio.

 

Si bien la literatura y la cultura popular han asociado el concepto del viaje temporal con los dispositivos que lo hacen posible, la noción de que podemos esquivar el tiempo cronológico es anterior a las innovaciones científicas, y no depende de ninguna máquina. Usualmente, tras un largo sueño, el viajero se despierta en otra época. Tiene sentido que ya en la Antigüedad se considere esta variante (por ejemplo en la historia de los Siete durmientes de Éfeso). Después de todo, en nuestra vida diaria experimentamos de forma distinta el tiempo de la vigilia y el del sueño. Si no somos conscientes del tiempo pasando, entonces éste no pasa (para nosotros, claro). Otras veces el sueño no es tan amable, y tiene que más que ver con las pesadillas provocadas por la fiebre o la locura.

Es el caso de “La Noche Boca Arriba” de Cortázar, donde un hombre a punto de morir se sueña en un tiempo muy distante. El protagonista de “Un habitante de Carcosa”, de Ambrose Bierce, despierta tras una enfermedad en un paisaje nuevo y extraño.

En “El Otro” de Borges, el narrador tiene un encuentro fortuito con una versión joven de sí mismo. El autor recurre a la superposición temporal sin más, pero también al sueño. Para el joven Borges (concluye el narrador) el incidente tiene lugar en un sueño, explicando así cómo el Borges actual no puede recordar lo que ya vivió hace más de cincuenta años.

También es el sueño lo que trasporta al granjero Rip Van Winkle (W. Irving) veinte años hacia el futuro. Pero este es un sueño literal, donde el hombre se queda dormido bajo la sombra de un árbol, antes de la revolución y se despierta luego de ésta, cuando Estados Unidos ya es una nación independiente, entre otros sucesos inquietantes.

Sin embargo, Estados Unidos no siempre ganó la guerra de Independencia. En “Fue a echar una ojeada a los caballos” de H. Beam Piper, el diplomático Benjamin Bathurst desapareció de su presente para aparecer accidentalmente en una realidad alternativa donde el mapa político es bastante… alternativo.  Nada de lo que el recuerda, ocurrió.

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Finalmente, en el cuento “Dragón” de Ray Bradbury, un vericueto espacio-temporal superpone la distancia de un milenio en un instante fatal.

La tentación de revisitar nuestras decisiones pasadas, de saber qué nos espera como especie en los siglos venideros, o de ser parte de la Historia que aparece en los libros, siempre nos acompañará. Viajando en una máquina, o despertando de una siesta centenaria, los autores nos invitan a imaginar ese “qué pasaría si”. Y quién sabe, quizá no sea solo imaginación. Pensemos en el propio Bierce, quien desapareció de nuestro tiempo, sin dejar rastro, un día del año 1914.